sábado, 2 de mayo de 2015

LE VOY A LLAMAR ROBERTA

Le voy a llamar Roberta. Roberta es la vecina de enfrente. Tiene casi setenta años. Cada mañana, al subir las persianas de la habitación y mirar a través de la ventana, la veo asomada. Roberta siempre está allí. Fumando.


En invierno se asoma con su bata color lila, a pesar del frío. Roberta siempre asomada. Lleva el pelo largo, con un corte que indica su despreocupación por su imagen. Medio cano, medio moreno. Algo sucio.

En ocasiones, cuando deja la ventana, la veo pasear. Tiene un perro viejo de color canela. Intuyo que es su único y gran compañero de vida. Roberta tiene aquella manera de vestir poco femenina que tienen algunas mujeres. 

Y vive, fuma, pasea el perro y, de vez en cuando, carga bolsas de la compra del comercio cercano. Nunca sonríe. A veces la oigo llamar al perro con su voz grave, ronca, cazallosa.

Roberta aparenta llevar una vida tranquila y rutinaria. Una vida que se nutre del espectáculo que ofrece la calle mirada desde la ventana del séptimo.

No sé nada de Roberta. Quizás estuvo casada. Quizás fue una intelectual adelantada a su época. Quizás tenga hijos, alguno, puede en la cárcel, o a lo mejor trabajando con éxito en América. Quizás no esté tan sola como aparenta, y el olvido todavía no la haya visitado. Es cierto, no conozco la historia de Roberta. Jamás la conoceré. 

Pero me gusta imaginar, inventar, la vida secreta de Roberta. Detrás de esa mujer hombruna, fumadora, serena y con cara malhumorada hay una antigua artista de cabaret. Por la noches, se sienta delante de su tocador y coge el maquillaje. "Mis pinturas", las llama. Luego, abre el baúl y se coloca sus lentejuelas. Se mira al espejo, y guiña un ojo. Rememora su juventud de la revista, cuando recibía las miradas de envidia de las mujeres y de deseo de los hombres. Esa es Roberta, la que se deleita por las noches ante el espejo y recupera su esencia prohibida. Esa es mi Roberta. Lo demás, no lo sé.